Abuela, ¿a dónde nos vamos cuando morimos?

Cuando era pequeña, recuerdo, le tenía mucho miedo a la oscuridad. No sólo porque me impedía ver, sino por todo lo que me habían dicho que podía encontrar en ella. Lo que más me asustaba era toparme con «La Parca», como me solía decir mi abuelo: «Porotita, no andés sola de noche, mirá que a La Parca le gusta la oscuridad»; «Porotita, La Parca habita en las esquinas de la noche. Siempre acompañada, querida».

 

Con el tiempo descubrí que «La Parca» no era una señora de negro como me la imaginaba, sino una de las tantas maneras de nombrar a la muerte. En general, en casa, a la muerte se la vivía como algo absolutamente tabú. Tan tabú que cuando murió mi abuela Flora, nadie me lo contó. Tenía nueve años. Recuerdo caminar sola hasta su casa, tocarle la puerta y esperar que me atendiera. Nadie me dijo que había muerto, sin embargo, yo lo sabía porque mamá se la pasaba llorando en los rincones, creyendo que no la sentía. Ya adolescente, me confesó que evitó decírmelo para que no me pusiera triste. Lo que ella no advirtió es que yo siempre lo supe. Lo único que necesitaba era alguien que me lo confirmara, que tolerara mi dolor y me meciera en sus brazos mientras la lloraba acompañada.

 

Muchos años después, la vida me puso en jaque, llevándose a mi marido antes de lo previsto. Cuando Pompeyo falleció, mi nieta mayor tenía la misma edad que yo cuando murió la abuela Flora… nueve años. Por suerte, mi hija tuvo el buen tino de llevarla al velorio. Fue una experiencia única y transformadora. Cuando la vi llegar no sequé mis lágrimas. Para Cami fue difícil hallar a su abuela así de triste. Me abrazó fuerte y me preguntó: «Abuela, ¿por qué llorás?»

 

Nos acercamos juntas al cajón. Cami arrimó una silla y se paró para verlo bien de arriba. Le dejó una carta, un ramo de flores y le puso la escarapela que le habían regalado en la escuela. Tras ese intenso ritual, la niña me tomó de la mano y me preguntó: «Abuela, ¿a dónde nos vamos cuando morimos?»

 

Hace casi 10 años que soy viuda y la pregunta de Cami jamás dejó de resonarme. ¿Cómo hablar de la muerte sin temerle? ¿A qué verdaderamente le tenemos miedo? De a poco pude darles sentido a estos interrogantes y comprender que el mayor temor a veces no radica en que la vida se acabe, sino en no haber podido disfrutar de los momentos valiosos que esa vida me regaló. Añoro el pasado y lo enaltezco con la nostalgia de saber que no podré retrasar el reloj. Es en esa conciencia que duerme el dolor de haber dejado pasar la oportunidad de conectar con los primeros años de mis hijos, las primeras palabras, los primeros pasos, los primeros actos, los primeros amores, todo aquello que pasó frente a mis narices. No supe apreciar la cadencia de la vida, sin tiempos, ni apuros. Aferrada a la vorágine me olvidé de vivir.

 

Ya estoy un poco más vieja y algunas cosas he aprendido. Sé que «La Parca» puede venir a visitarme en cualquier momento. Lejos de asustarme, a veces la invito a tomar un té. Le hablo y le agradezco que exista. Abrazada a la incertidumbre perenne de la vida, disfruto de cada paso que doy, de cada palabra que esbozo, de cada silencio que edifico y me permito ciertas cosas que antes eran impensadas.

 

Abuela, ¿a dónde nos vamos cuando morimos?

 

Nos vamos adonde las almas que se aman se reencuentran. Como reza Elizabeth Kübler Ross en su libro «La rueda de la vida», «Morir no es algo que haya que temer; puede ser la experiencia más maravillosa de la vida. Todo depende de cómo hemos vivido. La muerte es sólo una transición de esta vida a otra en la cual ya no hay dolor ni angustias. Todo es soportable cuando hay amor. Lo único que vive eternamente es el AMOR».

 

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