De pataletas, maestros, y la educación que nos habita en la vejez

Ramón José Cárcano fue, a principio del siglo XX, dos veces Gobernador de Córdoba. De niño solía veranear con su familia en San Francisco del Chañar, localidad ubicada al norte de la provincia. En 1867 la epidemia del cólera diezmó la población de la capital cordobesa y, fue por esa razón que los padres de Cárcano decidieron mudarse a su casa de veraneo. En su libro “Mis primeros ochenta”, Cárcano describe con puntillosa cadencia cómo era el “moblaje” y local de la única escuela de la zona: “un amplio salón rectangular, la puerta siempre abierta sobre la calle; dos ventanas en la misma posición; mesas y banquetas de madera de algarrobo colocadas a lo largo de las paredes; en un rincón un cántaro de barro cocido y vidriado, lleno de agua fresca servida de un porongo viejo. Abundancia de aire, luz y polvo de la calle”. 

 

Acto seguido detalla los principales rasgos del maestro de la clase, Don Doroteo Bustamante: “en el pueblo le llaman Sapo Peludo”, aclara. Lo importante, o por lo menos el quiz de este preludio llega renglones más tarde cuando inicia el relato de un incidente ocurrido en clases a una semana de haberlas iniciado: “El maestro Doroteo se ausenta momentáneamente. En este intervalo el sapo salta de la calle sobre el umbral de la puerta abierta. Los alumnos gritan y señalan al intruso. El desorden es estruendoso (…) Cuando vuelve don Doroteo se encuentra el sapo muerto sobre su mesa de trabajo”, explica. 

 

Posteriormente, el profesor levantó la palmeta e interrogó a uno por uno en busca del culpable. Como el autor de la travesura no apareció el maestro anunció con estridencia que cada uno recibiría un palmetazo antes de irse. “La palmeta es de madera de algarrobo”, aclara Ramón (con quien ya entré en confianza como para llamarlo por su nombre de pila). 

 

“Principia el desfile. Cada niño al salir estira la mano abierta y recibe un duro golpe. Algunos se alejan llorando, apretándose la mano encogida por el dolor. Cuando me toca el turno, no me detengo, salgo corriendo a la calle y continúa mi fuga desesperada hasta entrar a casa”, advierte en su angustiosa narración este hombre que también fue historiador. 

 

Hasta aquí, un breve repaso de una situación cotidiana en la vida de muchos de nosotros, así como de nuestros padres y abuelos. La violencia como rectora de valores educativos, como vara disciplinante, totalitaria, podadora de alas. ¿Qué se imaginan que le dijeron a Cárcano sus padres al verlo llegar corriendo solo antes de terminar su horario escolar? 

 

La primera vez que escuché este relato, de la voz de Gastón Moisset de Espanés, psicólogo especialista en personas mayores y abuelazgo, pensé lo que muchos: los progenitores de Ramón lo llevaron nuevamente hasta la escuela para que recibiera el palmetazo tal como lo hicieron, sin chistar, la mayoría de sus compañeros. 

 

“Mis padres resuelven que no vuelva más a recibir lecciones del maestro Doroteo”, remata Cárcano. Inmediatamente mi  corazón se detuvo. ¿Sus papás creyeron en él, si tenía siete años?, ¿cómo desafiar a un maestro a esa edad y en pleno siglo XIX?. En mi casa me hubiesen llevado a la escuela de las orejas para recibir mi escarmiento, merecido o no. 

 

“Después de varios días de deliberaciones de familia; mi abuelo toma a su cargo mi instrucción primaria. (…)aprendo muy bien la lección y recito el abecedario de memoria. Mi abuelo me acaricia, abre una gaveta del almacén y me ofrece un puñado de pasas de uva. Las lecciones se repiten con el mismo éxito y la misma recompensa. Pasas de higos, pelones, patay, chancaca, nueces, almendras, mistol, avellanas, maní y algunas veces naranjas que vienen de La Rioja”. 

 

Releo este pedacito de palabras vibrantes que Ramón dibujó a sus ochenta y mi alma estremece. 

 

Gracias a estos texto, aparecieron imágenes difusas de aquellos docentes que pisaron las aulas de mi infancia. De esa escuela de barrio de la que nunca me recibí. Y si bien fueron años difíciles, ya que jamás fui comprendida por mi dislexia, aún conservo con emoción la mirada y el abrazo de mi maestra de caligrafía quien sufría a la par mi dificultad para leer. Ni la escuela ni mi familia pudieron acompañarme en mi “discapacidad” y fue así como dieron por terminada mi etapa de escolarización con tan solo 11 años. Sin embargo, agradezco esa mirada revolucionaria de una persona que a pesar del “deber ser” se animó a esbozar en silencio un “vos podés”. 

 

Ramón continúa su relato: “Todos los días antes de la hora, espero sentado en la petaca del venerable maestro; mi abuelo, Don Francisco Marcos César. A las pocas semanas leo y escribo directamente con mis letras gordas. La palmeta está vencida. Nada se edifica con el golpe y el dolor. El cómitre Doroteo queda derribado por la escuela de mi abuelo sin haber leído a Pestalozzi. Todo florece con amor”, remata el final del relato sobre cómo este destacado político cordobés sorteó el desafío de aprender con mirada, registro emocional y respeto por su individualidad.

 

Cien años después, sin palmetas pero con muchos Doroteos, la educación sigue conservando la misma tensión: ¿domar, amansar, moldear al niño en función de una expectativa llamada “cultura” o acompañar, preguntar, promover, instar en función de una realidad llamada “infancia”? 

 

Dedico esta columna a los maestros y maestras que respetan la diversidad, que eligen su trabajo por vocación y que lo emprenden con la hidalguía de aquellos que comprendieron que educar es un acto profundo de amor primero, con uno mismo y luego con y hacia los demás. 

 

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