La red intergeneracional

A veces hay épocas en las que me cuesta sentarme y escribir. La introspección y el acontecer diario me movilizan tanto que me lleva su tiempo incorporarlos.

 

Si a esto le sumo que el celular, la computadora, las redes sociales nos demandan atención y nos distraen, se hace difícil hacer lugar para el descanso que me permite apropiarme y comprender todo lo que vivo desde que inicié mi proceso de envejecimiento conciente.

 

En uno de esos momentos de ansiedad sentí la necesidad de conectar con algo absolutamente nutritivo, genuino y despojado de cualquier banalidad. Tenía que volver a amasar la tierra, a abrazar el juego, la fantasía, el no tiempo. Llegada a esta conclusión, me sentí contenta de haber logrado atenuar mis niveles de preocupación pudiendo luego, liberar mi mente y gestar un encuentro entre Santi – mi nieto -y yo. Juntos, sentados en el living imaginamos todo lo que haríamos el próximo fin de semana.

 

“¡Quiero salir a explorar, abuela. Juntar ramas, construir una choza y llenar un frasco grande de bichos bolitas!”.

 

“¡También quiero que todos los días tomemos helado”!

 

“Voy a llevar mis cuentos preferidos y te voy a leer, ahora que dice la seño que leo de corrido”.

 

“Acordate, abuela: no celular, no cartera, no tele y no compu. ¡Tenemos que jugar tooooodoooo el día!”

 

“¿Podremos pegar las figuritas en el álbum del Mundial? Mi papá me compró muchas pero no tiene tiempo de pegarlas conmigo”.

 

La salida estaba completa. Noté que a ambos nos había venido “como anillo al dedo”. Santi también necesitaba respirar un poco de aire fresco y sobre todo contar con alguien querido que le dedicara preciosos momentos de absoluta exclusividad. ¡Qué mejor que ser yo quien se los ofreciera! Al final de cuentas, el círculo de ayuda estaba bien claro: de uno y otro modo, mi hija, mi yerno, Santi y yo nos estábamos entrelazando en una mágica red de colaboración y retroalimentación.

 

El fin de semana con Santi fue maravilloso. Regresé con la sensación de que el tiempo, por un instante, se había detenido. No hubo celulares, relojes, computadoras, televisores, horarios, timbres y actividades que interrumpieran nuestro estado de bienestar. ¡Un día nos sumergimos en la espesura del bosquecito aledaño. De tanto jugar almorzamos a las cinco de la tarde! Esa noche cenamos en la cama mientras Santi me ganaba al Veo- Veo y al “cuando yo digo blanco, vos decís negro y cuando yo digo negro, vos decís blanco”.

 

Dos días después de haber regresado me llamó mi hija para agradecer y contarme que Santi estuvo mucho mejor y que la demanda de “mamá” había disminuido un poco. ¡Sabía que la ayuda había sido transversal! Tod@s habíamos recuperado algo del sentido de solidaridad comunitaria. Criar niñ@s pequeños no es sencillo, y menos cuando las mujeres lo hacemos en la más absoluta soledad. La red, la manada son necesarias para que l@s niñ@s obtengan lo que necesitan: amor genuino. Si nos diésemos cuenta de que la clave para la construcción de una sociedad más amorosa es tratar a l@s niñ@s como lo que son: grandes tesoros, no llegaríamos a viej@s intentando descifrar qué hemos venido a hacer a esta vida.

 

Cuando hay red, hay paz. Cuando hay paz, hay cuidado. Cuando hay cuidado, hay amor. Y así…

 

Porota Vida

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