Voces del aislamiento, testimonios que empoderan

Como lo venimos haciendo desde hace algunas semanas, una vez más, elegimos compartir este espacio para sumar las voces de las personas mayores en cuarentena. Hace días que trato de conectar con lo que siento cada vez que los medios me recuerdan que soy parte de la “población de riesgo” del COVID-19 y si es casual que los colectivos etarios “menos productivos” (según la mirada productivista y viejista de Occidente) seamos los últimos en acceder al listado de “actividades liberadas”. 

María José Bustos pudo poner en palabras lo que siento. Ordenó esas ideas dispersas que con algo de temor entraban y salían del espacio en el que suelo ordenar mis emociones; y a través de sus sentires le puso voz a los míos. La conocí hace muchos años. Siempre admiré su generosidad, profesionalismo y alegría a flor de piel. Es profesora universitaria y cumplió 65 años en aislamiento, dando clases mediante plataformas digitales. Les comparto sus palabras. Ojalá las disfruten e interpelen tanto como a mí. Gracias. 

Porota

 

 

La normalidad es el riesgo

Cumplí 65 años en plena cuarentena. El 3 de mayo amanecí con un desayuno sorpresa que me mandaron mis hijos para que fuera menos triste el no poder abrazarnos, y entre el café y el cheesecake de naranja tuve una epifanía: ¡a partir de ahora soy persona de riesgo!

Un shock. Nada había cambiado en mí de ayer a hoy. Solo la etiqueta. Pero ya sabemos que hay certezas  que solo sirven para exacerbar la incertidumbre.

De ahí en más me asaltaron mil preguntas: ¿Soy yo la que está en riesgo o es que yo pongo en riesgo al sistema? Si las estructuras de cuidado estuvieran mejor preparadas ¿yo dejaría de ser de riesgo o empezaría a serlo a los 75, por ejemplo? Abandoné los interrogantes sin respuestas  porque amenazaban con  arruinarme el cumpleaños y ya tenía más que suficiente con el esfuerzo de resignarme a la celebración virtual. De todos modos, el status de “persona de riesgo” me siguió dando vueltas por la cabeza y el alma todo el santo día.

Si el riesgo se mide por la cantidad de variables de un proceso que escapan a nuestro control, estoy segurísima de que he corrido mucho más riesgos en mi vida que el que hoy me amenaza cómodamente encerrada en mi casa y, sin embargo, no recuerdo la mordida del miedo ni la sensación de indefensión,  como ahora.

Ejercer el periodismo en la década del 70, ir todos los días a la facultad y hacer trabajo social en una villa, eran actividades de alto riesgo a sabiendas de que alrededor desaparecía  gente. Nacer tres hijos y llevarlos de la mano por la vida hasta sentir que había que soltarlos para que hicieran su camino en un mundo convulso, requería no reparar demasiado en riesgos. Mudarse de una ciudad a otra, de otra a otra, y así cuatro veces volver a empezar proyectos significaba ponerle la cara a la incertidumbre y jugarse a minimizar los riesgos.  Apostar por el amor al filo de la vejez es silenciar el runrún de los riesgos que, por conocidos, se oyen más fuerte. Viajar por lugares remotos, bastante inhóspitos e insalubres ¿habla de cierto placer por correr riesgos?

Una a una, fui evocando cientos de situaciones a lo largo de mi vida. ¿A esta altura  me vienen a hablar de riesgos?, pensé,  y de golpe descubrí la diferencia: como casi todo en esto que llamamos realidad, es una cuestión de percepciones.

Una saludable ignorancia, acompañada por una cautelosa inconsciencia, nos impulsa en la juventud a embarcarnos en altos riesgos y nos da la señal de alarma para abandonarlos a tiempo. Décadas invertidas en este ejercicio de aprendizaje de la supervivencia , nos instalan en la vejez con una conciencia ampliada y con el desafío de convivir con la paradoja.

 Se me ocurre que madurar es como pasar de la cultura del fast-food y la revolución, a la de la slow life y la evolución. En el camino, comprendemos que hay que ir más despacio para llegar más lejos;  que hay  que olvidar para recordar mejor y para aprender lo nuevo;  que hay que vaciarse para llenarse y soltar para tomar. Paradójicamente, la experiencia acumulada nos hace más atentos y más abiertos  al milagro y al asombro. La búsqueda de seguridad y control se advierte imposible en la complejidad y se va reemplazando por la entrega a la sabiduría de lo impredecible. Las certezas que pretendíamos construir por décadas, poco a poco se vuelven humo y vamos intuyendo que solo queda una: transitar el camino hacia uno mismo es la travesía de mayor riesgo y la más gozosa en la que podemos embarcarnos.  Es la vida.

Y hoy, atolondrada de tanto encierro, pido volver a la normalidad, más consciente que nunca, de que la normalidad es el riesgo.

María José Bustos

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